
Sólo Triana es capaz de inventar miniaturas de Semana Santa para ir paladeando el tiempo despacio, como si fuera de caramelo con sorpresa. Ayer volvió a convertir el trecho entre su Catedral y San Jacinto en una estación de penitencia gozosa para que el Cristo que mira al cielo y la Estrella trajeran al arrabal los colores de un Domingo de Ramos. Llevaban el júbilo de su barrio, su esplendor de cofradía, su perfección, su estética y su belleza, pero también portaban esas plegarias de invierno y suelo de capilla mojado de la mujer que no olvida entrar a rezarles, del anciano que se sienta a contemplarlos para dejarles sus penúltimas oraciones, del niño que sueña acompañarlos.
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